-Ahorcadlos -dijo don Pedro de la Daga...
Al escuchar la sentencia, los dos reos no se inmutaron mucho; entre otras cosas porque conocían el desenlace del negocio, y ni a ellos mismos escapaba que acuchillar a un sargento era sota de bastos fija. Estaban en el centro del rectángulo, custodiados por el barrachel del tercio, y ambos tenían la cabeza descubierta y las manos atadas a la espalda. Uno era soldado viejo con cicatrices, el pelo cano y un bigotazo enorme; también era el que había metido mano primero, y parecía el más sereno de los dos. El otro se veía flaco, de barba muy cerrada, algo más joven; y mientras el de más edad miraba todo el tiempo arriba, como si nada de aquello fuese con él, el flaco hacía más visajes de abatimiento, vuelto ora al suelo, ora a sus camaradas, ora a los cascos del caballo del maestre de campo que estaba a poca distancia. Pero en general se tenía bien, como el otro.
Al gesto del barrachel sonó el tambor mayor, y el corneta de don Pedro de la Daga dio un par de clarinazos para zanjar el asunto.
-¿Tienen los sentenciados algo que decir?
Un movimiento de expectación recorrió las compañías, y los bosques de picas parecieron inclinarse hacia adelante igual que el viento inclina espigas, cuando quienes las sostenían se esforzaron en tender la oreja. Entonces todos vimos cómo el barrachel, que se había acercado a los reos, ladeaba la cabeza escuchando algo que decía el de más edad, y luego miraba al maestre de campo, que asintió con un gesto; no por benevolencia, sino porque era protocolo al uso. Entonces, cuantos estábamos en la explanada pudimos oír al del pelo cano decir que él era soldado viejo y, como el otro camarada, cumplidor de su obligación hasta el presente día. Que morir iba de oficio; pero que hacerlo por enfermedad de soga, estuviese la rama verde, o seca, o demonios lo que le importaba, pardiez, era afrenta impropia en hombres que, como ellos, siempre se habían vestido por los pies. Así que, puestos a verse despachados, él y su camarada pedían serlo por bala de arcabuz, como españoles y hombres de hígados, y no colgados como campesinos. Y que si de ahorrar y hacer economías trataba a fin de cuentas la querella, ahorrárase también el señor maestre de campo las balas para arcabucearlos, que él mismo ofrecía las suyas propias, fundidas con buen plomo de Escombreras, y de las que sobrada provisión guardaba con su frasco de pólvora; que allí adonde lo enviaban, maldito para lo que le servirían una y otras. Mas quedara bien sentado que de cualquier manera, cuerda o arcabuz o cantándoles coplas, a su camarada y a él los aviaban sin pagarles medio año de atrasos.
Dicho lo cual, el veterano se encogió de hombros, el aire resignado, y escupió estoicamente y recto al suelo, entre sus botas. Y su compañero escupió también, y ya no hubo más palabras.
Siguió un largo silencio; y luego, desde lo alto de su caballo, don Pedro de la Daga, siempre con el puño en la cadera y sin dársele un ardite las razones expuestas, dijo inflexible- «Ahórquenlos».
Arturo Perez-Reverte, El sol de Breda (El Capitan Alatriste).
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